La Jornada Guerrero mx
EDUARDO LÓPEZ BETANCOURT
Drogas y moral
De manera cotidiana, cada vez que se escucha la palabra: “drogas”, se le asocia con términos con una carga moral claramente identificada. Las drogas, en los tiempos que corren, se consideran malas per se. Para quienes se atreven a abordar objetivamente el tema, el punto de partida es superar esa concepción prejuiciada. No se trata de determinar si el consumo de drogas es o no moralmente condenable, porque tanto su repulsión como su apología, son puntos de vista basados en una concepción moral relativa: los moralistas sólidos que defienden la sobriedad, condenan el consumo arguyendo que las drogas son nocivas para el desarrollo de una persona, pues son incompatibles con una vida responsable; en contraparte, los liberales identificados con una moral más relajada, se muestran flexibles frente al consumo, afirmando que los psicoactivos pueden usarse con responsabilidad, sin que el hábito obstaculice el cumplimiento de las obligaciones del individuo hacia el grupo, como se haría con el resto de las actividades que tienen como objetivo un mero disfrute individual.
El intríngulis es que estas posiciones relativas no debieran traducirse en un contenido normativo punitivo específico. El que con base en una cierta moralidad, se imponga a la colectividad la prohibición, se equipara teóricamente a que quienes se muestran favorables al consumo, impusieran por vía jurídica a toda la población el deber de usar drogas.
En este punto inicial, el derecho moral que pueden tener los individuos a consumir drogas, nace de la defensa de su libre albedrío para decidir al respecto; si comulgan con una sobriedad moral, o si optan por una vida más relajada; y el derecho no debiera intervenir en esa decisión de orden privado. Como apuntara un jurista clásico, Carrara, el legislador debe decir a los gobernados: “Sed viciosos si os place, yo no tengo derecho a infligiros penas por ello.”
Más allá de las especulaciones sobre la moralidad que incumbe a las drogas, la cuestión es que objetivamente, su consumo puede devenir en un daño a la salud del consumidor. Siendo así, la pregunta obligada ha sido: ¿está legitimado el Estado para intervenir al respecto, imponiendo a los ciudadanos una prohibición respecto a un hábito que se restringe a su estricta esfera privada? Es decir, ¿puede el Estado, en nombre de proteger la salud de sus súbditos, restringir el derecho que tienen a disponer de su cuerpo, así sea causándose un daño?
No existe una sola respuesta a esta interrogante. Determinar si el Estado está legitimado o no para intervenir en el ámbito privado del individuo, restringiendo su derecho a consumir drogas –aún cuando con ello pueda autoinflingirse un daño–, depende en buena medida del modelo político-jurídico que sustente el orden estatal. En sociedades individualistas de corte liberal, se sostiene el derecho de la persona a utilizar libremente su cuerpo; el efecto nocivo para el propio consumidor y la pérdida de utilidad social que éste representa, no juegan un papel preponderante como fundamento de la supresión, salvo que el consumo personal afecte a los demás directamente.
De esta forma, en un régimen de democracia liberal como el que pretende imperar en la mayoría de los países occidentales, la prohibición estatal al consumo de sustancias, constituye una limitación a la libertad que tienen los ciudadanos a utilizarlas, justificada con una intención paternalista: el Estado trata de proteger a sus habitantes de sí mismos, restringiéndoles el acceso a algo que puede dañarles, precisamente, como harían los padres con sus hijos.
Bajo la óptica liberal clásica, las interferencias paternalistas son insostenibles porque de inicio, implican negar la capacidad de decisión y de acción del individuo, su raciocinio. De acuerdo con esto, si un adulto con plena capacidad jurídica, suficientemente informado respecto a los distintos efectos médicos y psicológicos que el consumo de drogas puede acarrearle, decide hacer uso de sustancias psicoactivas; el Estado no estaría legitimado para ‘protegerlo’, prohibiéndole tomar esa decisión voluntaria y actuar en consecuencia. Sólo para personas sin plena capacidad jurídica (incapaces, menores de edad), o que desconocieran los efectos negativos de las drogas, podría el Estado intervenir para protegerlas de causarse un daño, que en su caso, sería involuntario.
Un ejemplo de aplicación de este paternalismo suave, es el marco jurídico que rige en materia de drogas legales, como el alcohol y el tabaco. El Estado reconoce el derecho que tienen los particulares de usar –incluso abusivamente, como sucede de cotidiano– estas sustancias, y no interfiere al respecto; su intervención se limita a prohibir el acceso a esos productos a los menores (que por su incapacidad jurídica no puede considerarse que realicen un consumo voluntario), a establecer normas que regulen la producción y distribución, y a efectuar campañas de prevención y reducción del daño, con la difusión de información VERAZ y OBJETIVA sobre los riesgos que éste conlleva. Pero en ningún momento, se niega el derecho de los ciudadanos a ese consumo, bajo la supuesta justificación de ‘protegerlos’. Es una buena opción, que constantemente hemos insistido, debería considerarse para otras sustancias hoy prohibidas.
EDUARDO LÓPEZ BETANCOURT
Drogas y moral
De manera cotidiana, cada vez que se escucha la palabra: “drogas”, se le asocia con términos con una carga moral claramente identificada. Las drogas, en los tiempos que corren, se consideran malas per se. Para quienes se atreven a abordar objetivamente el tema, el punto de partida es superar esa concepción prejuiciada. No se trata de determinar si el consumo de drogas es o no moralmente condenable, porque tanto su repulsión como su apología, son puntos de vista basados en una concepción moral relativa: los moralistas sólidos que defienden la sobriedad, condenan el consumo arguyendo que las drogas son nocivas para el desarrollo de una persona, pues son incompatibles con una vida responsable; en contraparte, los liberales identificados con una moral más relajada, se muestran flexibles frente al consumo, afirmando que los psicoactivos pueden usarse con responsabilidad, sin que el hábito obstaculice el cumplimiento de las obligaciones del individuo hacia el grupo, como se haría con el resto de las actividades que tienen como objetivo un mero disfrute individual.
El intríngulis es que estas posiciones relativas no debieran traducirse en un contenido normativo punitivo específico. El que con base en una cierta moralidad, se imponga a la colectividad la prohibición, se equipara teóricamente a que quienes se muestran favorables al consumo, impusieran por vía jurídica a toda la población el deber de usar drogas.
En este punto inicial, el derecho moral que pueden tener los individuos a consumir drogas, nace de la defensa de su libre albedrío para decidir al respecto; si comulgan con una sobriedad moral, o si optan por una vida más relajada; y el derecho no debiera intervenir en esa decisión de orden privado. Como apuntara un jurista clásico, Carrara, el legislador debe decir a los gobernados: “Sed viciosos si os place, yo no tengo derecho a infligiros penas por ello.”
Más allá de las especulaciones sobre la moralidad que incumbe a las drogas, la cuestión es que objetivamente, su consumo puede devenir en un daño a la salud del consumidor. Siendo así, la pregunta obligada ha sido: ¿está legitimado el Estado para intervenir al respecto, imponiendo a los ciudadanos una prohibición respecto a un hábito que se restringe a su estricta esfera privada? Es decir, ¿puede el Estado, en nombre de proteger la salud de sus súbditos, restringir el derecho que tienen a disponer de su cuerpo, así sea causándose un daño?
No existe una sola respuesta a esta interrogante. Determinar si el Estado está legitimado o no para intervenir en el ámbito privado del individuo, restringiendo su derecho a consumir drogas –aún cuando con ello pueda autoinflingirse un daño–, depende en buena medida del modelo político-jurídico que sustente el orden estatal. En sociedades individualistas de corte liberal, se sostiene el derecho de la persona a utilizar libremente su cuerpo; el efecto nocivo para el propio consumidor y la pérdida de utilidad social que éste representa, no juegan un papel preponderante como fundamento de la supresión, salvo que el consumo personal afecte a los demás directamente.
De esta forma, en un régimen de democracia liberal como el que pretende imperar en la mayoría de los países occidentales, la prohibición estatal al consumo de sustancias, constituye una limitación a la libertad que tienen los ciudadanos a utilizarlas, justificada con una intención paternalista: el Estado trata de proteger a sus habitantes de sí mismos, restringiéndoles el acceso a algo que puede dañarles, precisamente, como harían los padres con sus hijos.
Bajo la óptica liberal clásica, las interferencias paternalistas son insostenibles porque de inicio, implican negar la capacidad de decisión y de acción del individuo, su raciocinio. De acuerdo con esto, si un adulto con plena capacidad jurídica, suficientemente informado respecto a los distintos efectos médicos y psicológicos que el consumo de drogas puede acarrearle, decide hacer uso de sustancias psicoactivas; el Estado no estaría legitimado para ‘protegerlo’, prohibiéndole tomar esa decisión voluntaria y actuar en consecuencia. Sólo para personas sin plena capacidad jurídica (incapaces, menores de edad), o que desconocieran los efectos negativos de las drogas, podría el Estado intervenir para protegerlas de causarse un daño, que en su caso, sería involuntario.
Un ejemplo de aplicación de este paternalismo suave, es el marco jurídico que rige en materia de drogas legales, como el alcohol y el tabaco. El Estado reconoce el derecho que tienen los particulares de usar –incluso abusivamente, como sucede de cotidiano– estas sustancias, y no interfiere al respecto; su intervención se limita a prohibir el acceso a esos productos a los menores (que por su incapacidad jurídica no puede considerarse que realicen un consumo voluntario), a establecer normas que regulen la producción y distribución, y a efectuar campañas de prevención y reducción del daño, con la difusión de información VERAZ y OBJETIVA sobre los riesgos que éste conlleva. Pero en ningún momento, se niega el derecho de los ciudadanos a ese consumo, bajo la supuesta justificación de ‘protegerlos’. Es una buena opción, que constantemente hemos insistido, debería considerarse para otras sustancias hoy prohibidas.
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